“¡Digna catedral para la capital de un reino!” exclamó Sabatini, arquitecto de Carlos III, desde la Puerta de la Umbría admirado de la excelente arquitectura de la colegiata de Nuestra Señora del Mercado en Berlanga de Duero (Soria).
Y digna sede para una exposición conmemorativa del quinto centenario de la Guerra de las Comunidades de Castilla, visitable hasta el último día de septiembre. Pocas sedes habrá habido tan acertadas como este templo, en el que yacen sepultados el padre del comunero Juan Bravo y del hijo del Condestable Don Iñigo Fernández de Velasco, que fue el principal apoyo y brazo militar del bando realista de Carlos de Augsburgo.
La capilla de los Bravo de Laguna cobija los restos mortales del obispo de Coria y de su hermano Gonzalo Bravo de Laguna, mellizos “nacidos de un vientre en una hora” según reza en letras góticas la inscripción de su epitafio. La monumental tumba esculpida con sus efigies es una de las muchas joyas que atesora la colegial por su belleza y por su carga histórica. Gonzalo Bravo de Laguna, nacido y enterrado tras su muerte en Berlanga, pertenecía a un linaje emparentado con los Arce de Sigüenza y los Mendoza de Guadalajara. Contrajo matrimonio con Doña María de Mendoza y Zúñiga, hija del conde de Monteagudo, y residieron en Atienza, donde Don Gonzalo heredó de su hermano el cargo de alcaide de la fortaleza. En esta localidad nació su hijo Juan Bravo, futuro líder del ejército comunero de Segovia.
En la capilla mayor, bajo el retablo barroco presidido por la imponente pintura de Antonio Palomino, descansan los restos mortales de Don Juan de Tovar y Velasco, primer marqués de Berlanga. Su padre, Don Iñigo Fernández de Velasco, era en el momento de la batalla final de la guerra, en abril de 1521, gobernador del reino en nombre del rey Carlos, y capitán del ejército que tras aplastar a los comuneros, prendió con vida a sus tres principales líderes, siendo ejecutados a los dos días en el cadalso de la plaza de Villalar Juan Bravo y Juan Padilla.
Ironías de la historia, el sitio de descanso eterno aproximó a los linajes de los dos rivales enfrentados a muerte durante el conflicto. “El hijo de ese que está enterrado ahí, fue derrotado y ejecutado en la guerra por el padre de ese que está enterrado allí”… Resucitará la carne de Don Gonzalo a pocos metros de la de Juan de Tovar, hijo y transmisor de los títulos y estados del victorioso condestable, responsable del trágico final del hijo de Don Gonzalo, el comunero Juan Bravo.
Nunca pensaría Don Gonzalo que su cuerpo esperaría el día del Juicio Final dentro del tremendo templo erigido para ensalzar la fama y memoria del linaje vencedor de los Velasco. Poco después de la guerra, las parroquias de la villa fueron demolidas para concentrar al clero en un único cabildo colegiado y dirigido por abades designados por los Velasco en la iglesia construida a sus expensas. Es todo un símbolo: aquellas pequeñas iglesias derribadas eran el único vestigio material del antiguo poder concejil que muchas generaciones atrás, se reunía en ellas en colaciones vecinales abiertas, y que habían ido derivando, desde hacía un par de siglos, al monopolio de los cargos edilicios por parte de una aristocracia urbana, mezcla de burgueses ricos ennoblecidos y familias con títulos y abolengo, que gobernaban villas y ciudades favoreciendo sus propios intereses. Los tiempos habían cambiado mucho…lo habían hecho mucho antes ya de la Guerra de las Comunidades. Élite fueron los Velasco…y también lo fueron los Bravo de Laguna, es evidente, por eso comparten lugar tan distintivo en su enterramiento. Entre tanto noble e hidalgo enfrentado… ¿dónde quedó entonces el pueblo, los vecinos anónimos sin tumbas de lujo, en la Guerra de las Comunidades?